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Pasos reverentes

autora: Myra Crane

Estoy en un vecindario de inmigrantes del sur de Asia en el Bronx, Nueva York, mirando por la ventana de una majestuosa iglesia hacia una mezquita muy grande que se encuentra al otro lado de la calle. A esta hora del día, son en su mayoría ancianos con atuendos étnicos holgados quienes cruzan sus puertas. Algunas mujeres musulmanas con velo, una o dos con niños en cochecitos han pasado, pero no han entrado.

Los hombres que entran lo hacen con paso reverente. Lo más probable es que se dirijan a una sala o estación de abluciones, donde se lavarán cuidadosamente para prepararse para los rituales de oración prescritos. Se limpiarán los pies, las manos y la cara, incluso las fosas nasales y los oídos, antes de dirigirse a la musalla o lugar de oración. Se quitarán los zapatos antes de entrar. Una vez dentro, cumplirán con cautela los estrictos protocolos de oración con reverencia y temor de Alá, cuya demanda de obras justas dicta sus caminos de vida. Su esperanza es la recompensa en el Día del Juicio, cuando sus obras serán evaluadas y, con suerte, se les otorgará misericordia. Pero no tienen seguridad del paraíso del islam.

Y eso solo cubre a los hombres. Esta mezquita puede tener una habitación separada para mujeres, pero si van a rezar en el mismo salón que los hombres, será detrás de una pantalla custodiada por una guardia. De lo contrario, estarán en otra habitación. ¡Ni siquiera se atreven a entrar en la mezquita durante su ciclo mensual, cuando no se les permite rezar en absoluto! Algunas mujeres musulmanas que he conocido cuidan sus pasos con tanta reverencia que nunca entran a una mezquita para asegurarse de no profanar las oraciones de los demás.

He entrado libremente a la iglesia donde me encuentro ahora, al igual que los otros hombres y mujeres. No tengo que seguir ningún protocolo particularmente prescrito, pero a veces necesito recordarme a mí misma que a mí también se me aconseja cuidar mis pasos cuando entro en la casa de Dios.

Guarda tus pasos cuando vayas a la casa de Dios. Eclesiastés 5:1a

Sí, debo cuidar mis pensamientos, mi manera de hablar, mi respeto por el lugar donde se unen las promesas del Antiguo y el Nuevo Testamento, y que representa el cimiento de la redención. La promesa más antigua tuvo lugar hace unos 4100 años, entre Dios y Abraham, para salvar la descendencia a través de la cual Dios redimiría a un mundo de personas perdidas como yo en esta iglesia y los musulmanes en esa mezquita. Dos generaciones después, Dios mantiene viva su promesa a Abraham en un sueño que le da a Jacob, su nieto: “En ti y en tu descendencia serán benditas todas las familias de la tierra” (Gn. 28:14b). Jacob despierta del sueño experimentando la presencia de Dios en ese lugar y tiene miedo.

Pero su temor es una santa reverencia. Entonces exclama, “¡Cuán increíble es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (Gn. 28:17).

Dos mil cien años después, llega Jesús, Señor de una mejor promesa. Él es Aquel por medio de quien todas las promesas de Dios son “sí y amén” (2 Corintios 1:20). Nace de María en el linaje de Abraham... y de Jacob. Él es Dios hecho carne que habitó entre nosotros para cumplir la ley y abrir de par en par las puertas del cielo a todos los pueblos de la tierra.

Todos los que creen y aceptan la invitación de Cristo de permanecer en él, conocen de primera mano el privilegio de ser injertados en esa primera promesa abrahámica. Al igual que Jacob, disfrutamos el recordatorio de que nosotros, la novia redimida y el cuerpo de Cristo, su misma Iglesia, nos convertimos en la puerta de entrada para que todas las personas perdidas conozcan a Jesús.

Los perdidos incluyen la asombrosa cantidad de hombres y mujeres musulmanes en las comunidades occidentales, quienes, de manera cautelosa e incansable, siempre fieles a la mezquita, tratan de ganarse el paraíso islámico, pero fracasan frente a la verdad que no han visto, que en realidad podría encontrarse justo delante de sus ojos, al otro lado de la calle, al otro lado del pasillo de una tienda o en un asiento compartido de un autobús.

¡Sí, esa verdad mora en templos llamados cristianos, en iglesias que estallan con la presencia imponente del mismo Dios! Él es el verdadero Dios, y pide ser compartido por los corazones, las bocas, las manos y los pies de los cristianos cuya guardia no está en contra de la presencia de musulmanes en sus comunidades, sino en contra de cualquier compulsión de permanecer en silencio en la única puerta que realmente importa: la que abre el camino al cielo de Dios.